jueves, 27 de septiembre de 2012

A la noche, antes de dormirme, tengo mil quinientos temas sobre los que quisiera escribir. Como manejo mucho, nado y trabajo poco, estoy con tiempo para pensar (no así para escribir, los chicos me consumen el resto) en "cosas". Por ejemplo: reformas educativas integrales, reformas legales, planes de federalización para un proyecto de país real (Argentina), etcétera. Si supiera cómo canalizar mis inquietudes tal vez intentaría hacer algo, pero a priori ya sé que la resistencia del sistema al cambio termina ganando. Por lo cual dejo que mi cabeza siga girando en falso, como hace casi treinta y cinco años.

Ayer fue Iom Kipur, una festividad con la que no tengo ninguna relación. El límite de mi familia era la tradición, una vez que entraba dios, nos manteníamos al margen. Supongo que el ayuno para purificarse no es mala idea pero el judaísmo cada vez me interpela menos. Y ni que hablar lejos de mi familia. En realidad, cerca tampoco, nadie de mis parientes directos sabe absolutamente nada, ni siquiera la oración para prender las velas. Mis abuelos eran laicos, de ambos lados. Ateos todos, a decir verdad. Creo que mi padre tiene algún tipo de duda sobre la existencia de dios, pero lo tomo más como un deseo, una reflexión filosófica que una cuestión de fe. La fe no existe entre nosotros. Y por más que el judaísmo esté muy pegado a la noción de identidad, es complicado extirparle lo religioso a la hora de participar comunitariamente. De todas maneras,  no tengo ningún tipo de conflicto, soy judía sin ningún tipo de duda a pesar de que los hábitos judaicos me sean ajenos.

Pero lo importante es que ayer a la noche, mientras manejaba bajo la lluvia, intentando escaparle al tráfico tremendo que me tuvo varada en Reforma y después en Polanco, extrañé el sentimiento que tenía cuando íbamos a las cenas de Pesaj o Rosh Hashaná en la casa de mis abuelos. Nunca hubo ningún tipo de ceremonia, creo que alguna vez tal vez prendieron velas pero eso fue lo máximo a lo que llegamos. Ahora, siempre había matzá (si correspondía), berenjenas picadas, gefilte fish hervido y al horno, pollo y knishes deliciosos hechos por mi abuela. Alguna vez hubo sopa con matzá balls  pero no era nada común. De postre no se podían esperar alegrías, mi abuela militaba en el sadismo pasivo y, como conté muchas veces, hacía o isla flotante con sambayón o budín de ciruelas pasas con salsa inglesa. ¿Existirá algún postre menos tentador para personas menores de treinta años? También debe haber sido la única persona que al irse a a la costa Atlántica durante el año (Pinamar para ser exactos), le llevaba a sus nietos galletas de limón Havanna en lugar de alfajores. Ahora las galletas vienen bañadas en chocolate y pueden ser un poco más amenas pero no hay un solo chico que disfrute de una galleta ácida cuando podría estar saboreando kilos de dulce de leche cubiertos con chocolate en forma de montaña, por ejemplo. Lo más extraño de todo el caso es que recién en los 90 Havanna llegó a la capital, ¿por qué no comercializaban los productos en Bs as? ¿Para mantener la mística? La cuestión es que esas cenas no existen más, mis abuelos se murieron, mi madre no sabe hacer knishes (o no le interesa), detesta el gefiltefish, casi no hay familia en Bs As, ninguno de mis hermanos tiene pareja judía y lo que se va, no vuelve.

Ahora, ¿por qué los recuerdos de esa parte de mi infancia son los más recurrentes? Podría exponer muchas hipótesis pero hoy no tengo ganas.

Ah, también me acordé estos días de la pareja gay que compartía asiento con mis ellos en el abono del Mozarteum. Aunque semi progres, mis abuelos habían nacido a principios del siglo XX y la homosexualidad les resultaba difícil de comprender. Tal vez eran capaces de decir "igual son buena gente" o semejante. Pero los querían y de tanto en tanto (no puedo reponer la frecuencia) los invitaban a cenar a su casa. Mis abuelos hicieron de su vida un culto a la cultura. Escuchaban música clásica o jazz o alguna cantante judaica, leían mucho, iban a conciertos, hacían algún curso de historia (fueron amigos de José Luis Romero hasta su muerte) o política. Recién a los quince años de mi madre compraron una televisión. Ante esta actitud represiva, mi madre reaccionó como era de esperar criándonos a nosotros en una suerte de libertad absoluta en cuanto a los gustos culturales; jamás nos obligó a hacer una actividad extraescolar que no fuera inglés, y nos dejó ver toda la tele que quisiéramos. Así mi educación sentimental se basó, en exclusiva, en todas las novelas habidas y por haber: desde Estrellita mía hasta Antonella, pasando por Amo y señor, Cárcel de mujeres, Una voz en el teléfono, Amándote, La extraña dama, Celeste y demases. Creo que no perdoné casi ninguna. De todas maneras, por algún extraño motivo, desde que aprendí a leer no solté los libros. Supongo que encontré en la literatura otro refugio a la hostilidad externa. Nuestra infancia no fue un lecho de rosas aunque no cotiza, en relación a las infancias mundiales, como nada terrible. Pero ser hija de una clase media profesional, en una familia de segunda vuelta, no eran tan fácil en los 80. Supongo que ahora tampoco.

La cuestión es que me puse a leer todo lo que podía, cosas infantiles (nunca fui muy sobreadaptada, bah, hasta los once, al menos, que como tenía insomnio, mi madre me tiraba el primer libro que se encontraba por ahí y además de la biografía de Marie Curie, leí alguna que otra novela liviana y medio porno que también sumó a mi maltrecha educación amoroso-sexual): toda la colección de Robin Hood, leía y releía Mujercitas y afines y, además, sacaba los que no tenía de la biblioteca del colegio. Puck era otra de mis colecciones preferidas. Después pasé a Anne, la colección de la huérfana, hasta que a los trece empezó mi derrotero literario esperable: García Márquez, Herman Hesse, Hemingway, Cortázar, Borges y afines. Nadie se tomó el trabajo de guiarme, a pesar de ser una familia de grandes lectores. Tampoco tuve un faro en el colegio o entre mis pares. Hice lo que pude, como todos.

En cuanto a la formación extracurricular, dado que íbamos a una escuela del Estado, de jornada simple, a las doce y media del mediodía estábamos ya en casa, mirando los Tres Chiflados o Batman o lo que Canal 13 tuviera para nosotros (después llegó el cable y por ende Cablín con Jem & The Holograms, Mazinger Z y otro montón de dibujitos japoneses que a mi hermano y a mí nos copaban). Almorzábamos con nuestra madre, que nos preguntaba si teníamos tarea (no recuerdo una sola vez que me haya ayudado a hacerla; claro que nunca lo necesité tampoco y si pudiera no tener que ayudar a mis hijos, sería genial para mí), hacíamos lo que teníamos que hacer (que nunca era mucho) y después teníamos actividades varias. En primer grado hice danza clásica en un estudio serio y estricto que no se condecía con mi redondez y falta absoluta de talento, por lo cual al año siguiente le dije a mi mamá que no quería seguir y le pareció muy bien. En segundo entonces fui al Taller de la Flor, pintura y cerámica. Creo que fue de lo más progre a lo que me mandaron, no era el estilo que reinaba en mi familia, más bien todo lo contrario. Pintábamos y dibujábamos con distintas técnicas pero lo que más me gustaba era cerámica para la cual puede que haya tenido algún tipo de facilidad porque hice dos piezas que quedaron bastante bien (el pingüino me lo explotaron en el horno y lloré porque le había dedicado muchas horas de trabajo, hasta clases extra; y el rinoceronte, muy fidedigno para haber sido hecho por una nena de siete años, puede que esté en alguna caja en Bs As). Pero tuvimos que suspender porque era muy caro. Una pena, tal vez hoy otra sería la historia, quién sabe. Pero... ese mismo año, mi madre, que tenía treinta y tres años, decidió que quería aprender piano (de chica la habían obligado a estudiar guitarra y siempre lo odió). Recuerdo la tarde que fuimos a ver el piano a una casa con un jardín enorme, lleno de árboles frutales. Después, ese mismo piano fue transportado al comedor de nuestro pequeño departamento y yo pedí tomar clases como mi mamá y mi hermana mayor. Susana era seria, estricta y melancólica. Pretendía que fuera concertista aunque no podía siquiera completar un dictado rítmico. Como nunca tuve demasiada tolerancia a la frustración, cuando me salían mal (debía ser casi siempre) se me caían las lágrimas. Soy todavía menos afecta que el resto de los humanos a que me digan que hago algo mal. Mi hijo mayor lo heredó y no sé cómo hacer para transformarlo antes de que sea demasiado tarde. Lo peor es que no soy buena en nada. O sea, no compenso. La cuestión es que nunca toqué bien pero Susana me tenía especial cariño y utilizaba la hora de la clase para, además, contarme todas su -muchas- penas. El metrónomo que me prestaba para que me lleve y el alicate para cortarme las uñas, eran dos enemigos terroríficos. De todas maneras, siempre fui muy aplicada y estudiaba las pequeñas piezas que me iba mandando con asiduidad. Recién hace dos años tiré el cuardeno que usé hasta los doce. Dejé las clases por el curso de ingreso al colegio y creo que fue una liberación. La quería mucho pero todo el entorno y su personalidad eran demasiado opresivos. En primer año retomé pero en Arte en vivo (academia de Belgrano) con un profesor personaje (creería que jazzero), al que le causaba bastante gracia pero en todo el año aprendí solo una Sonatina de Mozart, bastante complicada, que ahora sería incapaz de tocar (si hoy tuviera un piano cerca me sentaría feliz pero en la mudanza vendimos el que teníamos). A los quince tomé clases de guitarra con Pablo, desde otro ángulo, aprendiendo con canciones de Spinetta, pero no pude agarrarle la mano ni un poco, lamentablemente. La cejilla fue mucho para mí y sin fa no podés aspirar a demasiado. Ojalá hubiera podido tomarme las cosas más relajada, pero siempre tendí a la formación seria y clásica. Fue con Sandra, mi verdadera maestra, con quién le tomé el gusto a la música barroca e intenté entender algo de armonía (con éxito nulo, no sé absolutamente nada de nada pero es culpa enteramente mía). Con ella tomé clases desde los dieciséis hasta los diecinueve, pero después la facultad me terminó de absorber. A los veintitrés quise también retomar desde otro ángulo y empecé con Diego Vainer pero el sorpresivo embarazo dejó todo en suspenso.

¿A qué venía todo esto? ¿Por qué hice un recuento de mi derrotero musical? Todo esto, además, ya lo conté hace años.

Los dedos me duelen. Tengo que juntar fuerzas para cambiarme, dejar la cama e ir a comprar un set para nadar como corresponde. El traje de baño turquesa con palmeras fluo no da para más. Además necesito una gorra y unas antiparras decentes (agarro del bote de las olvidadas en el club, cada vez que voy: vergonzoso). También quiero comprar un rompecabezas para que armemos con los chicos. Y debería trabajar aunque no tengo ni una pizca de ganas. En días como hoy, todo me cuesta mucho.

Esta semana tuve muchos pensamientos alrededor de la muerte. Les mandé un mail a mis amigas históricas preguntándoles si vendrían a despedirse en mis últimos días. Cuatro contestaron que sí y de una no obtuve respuesta. En realidad contestaron que era el mail más ridículo de nuestra historia. Jamás pienso en cosas semejantes pero ahora es recurrente. La muerte es algo muy triste, sea de quién sea. Empecé a releer (una vez más) La ética protestante y el espíritu del capitalismo, La voluntad de poder y Efectos personales, ensayos de Villoro. Creo que ninguno es pertinente para este momento pero la pertinencia y yo dejamos de ser amigas hace bastante tiempo.

En fin, a empezar el día que se acaba el mundo. Y hoy, además, pretendo hornear un par de budines.
La vida no es más que esto.

(Recién lo publico ahora por motivos de fuerza mayor)

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