lunes, 15 de octubre de 2012

Los caminos de la vida,
no son los que yo esperaba,
no son los que yo creia,
no son los que imaginaba 



La temperatura es casi ideal, el cielo está límpido, la luz no parece otoñal. Sobre la mesa del comedor están los dos cuadros que trajo D de Buenos Aires, finalmente. Está bueno por fin poder tenerlo colgados, aunque falta que los lleve a enmarcar. Acabo de terminar de comer con los chicos, los dejé haciendo la tarea mientras todos tararéabamos la canción de Vicentico. Simón la sabe porque la cantaron con León y Benita en alguna visita a su casa. A veces me da tanta pena estar lejos. 
Madre se fue el sábado a la tarde, yo no estaba en casa porque tuve curso. Creo que se fue triste porque la distancia claro que es cruel. Aunque sea lo que hay. ¿El camino de la vida de quién será el que pensaba? Supongo que el de ninguno. El mío seguro que no. El viernes a la noche fuimos a la casa del papá de Martu porque estaba invitado un músico cubano, José María Vitier, que hizo la música de películas como Fresa y chocolate, aunque yo jamás lo había escuchado nombrar. El señor toca muy bien el piano y la noche estuvo regada por vino rico que yo no probé. Además de mi habitual abstinencia etílica, manejar y beber es una muy mala idea en mi caso. La cuestión es que mientras charlábamos con Teo, Mer y Martu, madre recordó cómo yo decía que no iba a casarme ni a tener hijos hasta los veintitrés años. Y lo decía con convicción. 
Ahora tengo que bajar a ver cómo va Roberta con sus cosas, se desconcentra con una facilidad pasmosa que puede ser tremendamente irritante. Desde hace un tiempo, le digo las cosas de muy buen modo las ciento cincuenta veces que hay que decírselas. Intento la paciencia perderla solo por dentro. Simón, en cambio, se saca todo nueve y diez y hace la tarea sin que tenga que estarle encima. Los hijos son, definitivamente, todos distintos. Ni mejores ni peores: distintos. Pero arriba de la máquina aeróbica en la que hice cuarenta y cinco minutos (ayer había hecho cuarenta) pensé que la familia es lo único que me salvó. Es en serio. Y es cierto. Soy esencialmente una depresiva funcional, que necesita sentirse querida y necesitada. Lo paradójico es que a pesar de querer que todos me quieran, no estoy dispuesta a hacer nada especial para caer bien. En realidad pienso que debería caerle bien a todo el mundo por default, porque intento ser buena persona, amable y preocupada pero la empiría me dice que sucede, por algún motivo extraño, todo lo contrario. Lo lamento mucho y a veces me hace sufrir. Otras, cuando estoy menos lábil, no lo pienso. 
Lo que sí es cierto es que la familia me salvó: el vacío por el sinsentido de la vida se va achicando hasta desaparecer, lo concreto gana terreno, lo único que importa es lo real e inmediato. Con lo bueno y con lo malo, claro. Roberta, por ejemplo, vino con su libro al lado mío a que le diga cómo tiene que ordenar unas letras mientras yo debería trabajar pero escribo. Y después de dejar a Simón en tenis voy a bajar a la Roma, a la casa de Domi, para resolver unas cuantas cosas, como el enmarcar los cuadros. 
Es bueno saber por qué uno está donde está, aunque el camino no lo hayas imaginado, ni pensado ni trazado. En mi caso puedo decir que la mayoría de las sorpresas fue para bien.

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