jueves, 25 de abril de 2013

Uno de los problemas que encuentro para escribir es que nunca terminé de romperme. Es decir, soy astillada, a veces quebrada, pero nunca rota. Jamás traspasé el principio de realidad, jamás me caí del todo a pesar de las múltiples fantasías a lo largo de los años. El deber ser prima por sobre todas las cosas. La responsabilidad, la sensación de que nunca se abandona. Nada.

Supongo que lo que digo se llama salud mental. Si no es completa es bastante acabada, funcional. Es lo que se espera de todos. Es lo que espero de mí. A veces, a mi pesar. Porque soltar tal vez sea más fácil. Pero en mi concepción de "la vida" parece imposible.

Escribir, en este contexto, y para mí, entonces, se vuelve complejo. Tal vez me equivoque y lo único que pasa es que carezco de aquello que algunos llaman "talento". La ficción, atada a la fantasía, se escurre entre mis manos como arena seca. Para los escritores el material pareciera ser arena húmeda, aquella que sirve para hacer castillos o, al menos, pelotas dedondas con superficies suaves.

De todas maneras, vivo encerrada en mi cabeza, sola y asilada, con pequeños contactos esporádicos con el afuera. La literatura es para mí, como para muchos, eso: evasión. La posibilidad de vivir otras vidas, pensar otros mundos, experimentar otras realidades. Lo imposible se vuelve posible a partir del lenguaje. Magia.

Este hueco, esta imposibilidad, no necesariamente me aflije. Solo a veces, muy de vez en vez, me apena. Dichosos aquellos que pueden inventar vidas y locus. A mí no me sale.

Mi libro amado se está terminando. El fin de un libro hermoso también se vuelve ausencia. En mi vida, de repente, parece que las ausencias se multiplican.

Pero no es  grave.

Es, una vez más, la vida.

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