miércoles, 15 de agosto de 2012

Ayer, mientras estaba echada en el sillón, después de la limpieza y mientras me ponía el delantal de plomo para sacarme mil placas le conté a la ayudande del dentista (en rigor era una dentista segunda que a su vez tenía una ayudante, que trabaja para el dentista primero; todos trataron mal a su subordinado, lo que me pareció horrible) que mi abuelo era radiólogo. Para mí era muy natural que se dedicara a eso, había trabajado en el Piravano muchos años y tenía un consultorio con dos socios, al que me encantaba ir porque podía usar la máquina de escribir o dibujar en las hojas gruesas y de un amarillo fuerte y hermoso, en las que hacían los informes. Jamás le pregunté por qué había decidido ser radiólogo, una rama tan aburrida y banal dentro de la medicina, y ahora me arrepiento. Presumo que debe haber sido por un motivo económico. Creo que en Roche trabajó como médico general pero tampoco estoy muy segura. De todas maneras ya conté que lo que hizo fue comprar terrenos en Pinamar cuando recién se creaba y así hizo una diferencia considerable.

Ahora que pasaron dos años desde su muerte se me ocurren todas las cosas que me hubiera gustado saber de él y que nunca averigüé. Supongo que es el sino de la vida: quedarse con las ganas de (y darse cuenta demasiado tarde). Mi abuelo fue alguien muy importante en mi vida, alguien que marcó mi infancia con un más allá de las palabras. Hace unos meses empecé a tomar soda. Me compro unas botellas de litro y ando por la casa tomando del pico. Ni agradable ni elegante pero la soda no tiene el mismo gusto cuando la servís, más si no viene de un sifón y su gas es sutil y suave. Él agarraba el sifón de alguna de las dos heladeras que tenían en su casa: una Siam típica, divina, de un beige claro y otra Philips, blanca, muy ochentera (nunca entendí el por qué de tener dos heladeras pero me entristecí cuando volaron la antigua) y tomaba del pico; no, del pico no, en realidad agarraba el sifón (antes de vidrio, al final de plástico) con las dos manos, lo colocaba a una distancia justa, apretaba la palanquita y el líquido caía justo adentro de su boca sin contaminar el aparato. En esa casa yo tomaba agua con soda (me parecía lo más normal del mundo y ahora que lo escribo entiendo que fui la precursora del "finamente gasificada") y a veces con una gota de vino, intentaron hacerme de una cultura alcohólica pero la gastritis precoz interrumpió el proceso (a los 16 ya sufría de una acidez crónica que terminó de arruinarme el carácter adolescente). Mi hermano y mis primos aprendieron mejor la lección y le entran al vino y al whiskey con ganas (el abuelo y la abuela todos los días a las siete tomaban whiskey con hielo y comían maníes).

Lo más llamativo de lo que pasó ayer es que no le conté a ninguno de los odontólogos (en realidad no tenía ganas de hablar con nadie pero hice ese comentario por no perder la costumbre de sumar información intrascendente) que mi abuelo paterno era dentista. Tal vez hubiera sido más pertinente pero también más inexacto porque se murió en un accidente de coches antes aún de que mis padres se conocieran.

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