miércoles, 10 de abril de 2013

Uno de los males de mi generación -mi teoría es que el haber sido atravesados por el menemismo en la adolescencia tuvo implicancias gravísimas- es la impunidad. Y la desconsideración. Muchas veces actuamos sin pensar en las consecuencias de nuestros actos. En lo que generamos en los demás. Recojo el guante, eh. Pero hay una falta de intención en todo esto. El cinismo no es adrede, es solo una consecuencia de anteponer el deseo a todo lo demás. El deseo, ese motor precioso que nos vuelve sujetos en movimiento, a veces puede ser peligroso para los que están alrededor. Tantas veces alguien sale herido. Demasiadas.

Estoy en el pozo del hastío y no sé bien cómo salir. El deporte no está funcionando. A las drogas no me volqué. Salgo poco. Veo poca gente. Como mal. Le tengo muy poca paciencia a mis hijos. D sigue de viaje, tal vez eso no ayude. El 98% del tiempo me siento sola. Aproximadamente. La soledad es un estado en la mente. El sentirme poquita cosa también. Pienso: no soy canchera, no soy una intelectual, no soy linda, no soy talentosa. Digo, no lo pienso pero creo que en mi vacío subyacen estas premisas poco sentadoras. Todo es cierto pero a la vez la certeza de la no importancia no las borra. ¿Por qué? Ser lo suficientemente lúcida no alcanza. Los sujetos siempre queremos algo más. Pero el deseo no está tampoco. Ni mueve ni daña.

Al menos hay sol. Veo, desde la ventana, echada en el incómodo sillón vintage de mi living, una porción de cielo celeste entre los árboles. Mi casa mi refugio. Leí a la mañana un par de apartados de The four quartets. Qué hermoso. Y qué triste. Quisiera tener un trabajo en el que tuviera que hacer cosas. Tantas veces lo mismo: la dimensión fáctica. Después me arrepiento, eh. Quiero la comodidad de mi casa. Y la libertad.

En fin. Toca super y nadada. Y después tengo que trabajar.

Pasan los años y yo sigo igual.

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